¿Era el nuestro un romance imposible? Los dos viajábamos siempre en diferentes direcciones, con diferentes tiempos y personas y, sin embargo, volvíamos a encontrarnos de vez en cuando. Nunca por casualidad, siempre con intensión y deseo. Volvíamos a mirarnos, escucharnos y besarnos sabiendo que después cada uno regresaría a su viaje.
Aquel sábado caminamos a través de unos solitarios y enrejados pasillos hasta llegar a su departamento. No recuerdo el piso ni el número, pero sí recuerdo que estaba prácticamente vacío, como un espacio a medio habitar, así que fuimos directamente a la terraza donde el sol naranja del atardecer acompañó el encuentro.
Hablamos de cosas que hoy ya no recuerdo. Reímos. No sé cómo me percibía mientras estábamos juntos. Yo lo veía por partes: su cabello alborotado, sus lentes obscuros, su nariz –grande pero bonita, sus labios mientras hablaba y sonreía.
Tomamos todo con calma, teníamos el fin de semana para nosotros.
–Me encanta que hayas traído tantos condones, dijo mientras reía al verme vaciar mi mochila en busca de mis lápices, mi libreta de dibujos y mi cámara.
Entramos a la habitación.
-Canta algo para mí, le pedí y me recosté sobre sus piernas.
Definitivamente fue ese momento, de entre todos nuestros encuentros, en el que sentí esa luz cálida recorrer mi piel y mi respiración. Fue ese momento donde todo se volvió perfecto. Sus piernas bajo mi cabeza, su mano acariciando mi cabello, la obscuridad de la habitación y los últimos rayos de sol intentando atravesar la cortina blanca con hojas azules. Mis ojos se entrecerraron mientras él cantaba L’heure exquise. Su voz ocupó todo el espacio y entró en mí. Entonces, el universo éramos únicamente él y yo. El caos del origen al fin volvía a un orden perfecto. Éramos un mar inmenso de agua turquesa con olas que se movían al ritmo de su voz y la arena de una playa, la única playa, acariciada suavemente por las olas.
-Dibújame, pidió él. Abrí los ojos, volví a mi cuerpo. Todo se sentía como pequeños destellos: su voz dando vueltas como las hojas al caer de un árbol, su espalda y mis labios en ella, su cara y nuestros ojos encontrándose, su cabello entre su mejilla y la mía. Miré entonces sus manos, que continuaban más allá de la obvia extensión física. Eran fuertes pero suaves. Sabías que eran las manos de un artista cuando veías el movimiento de sus dedos y la fuerza de su sangre recorriendo sus venas.
Ese es nuestro momento sellado. Como los personajes dentro de una esfera de nieve. El recuerdo que puedo invocar cada vez que cierro los ojos y pienso en él. ¡Qué importa si después volvimos a compartir el universo con el resto o si definitivamente no volvíamos a encontrarnos! Allí estamos para siempre, en esa habitación, en su voz, en su silueta frente a la cortina y en el dibujo de sus manos.
1 Comentarios
Que hermosa evocación de un instante eterno, gracias por compartirlo...!!!
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